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miércoles, 16 de abril de 2014

ELOGIO DE LA DESPREOCUPACIÓN


(Foto: Miguel del Hoyo)
Definamos primero la preocupación: un estado de ansiedad motivado por la anticipación de un acontecimiento futuro. Se focaliza la atención en algo que nos puede ocurrir y se adelantan sus consecuencias negativas. La preocupación nace del miedo. El miedo, a su vez, surge de la imposibilidad de controlar todo lo que nos puede ocurrir en el futuro.

La preocupación responde a una lógica perversa: si estamos alerta podemos prevenir mejor lo que nos pueda suceder. Pero como las posibilidades de que algo malo nos pueda suceder son prácticamente infinitas, cuanto más alerta estamos, mayores son los peligros descubrimos a nuestro alrededor. Además, más inclinados estamos a propiciar el cumplimiento de nuestros temores (la profecía autocumplida)

Hay preocupaciones concretas, circunstanciales, y otras más o menos abstractas y permanentes: desde la preocupación por una muela al miedo a un cáncer, de la declaración de la renta a morir en la carretera. La lista de nuestros miedos puede ser tan abrumadora como inabarcable. Las sociedades modernas, comparadas con otras épocas, han  aumentado terriblemente el número de nuestras posibles desgracias.

La estrategia de la preocupación, por tanto, parece algo natural e inevitable. Sin embargo, podemos preguntarnos por su eficacia. Es cierto que la preocupación produce un primer efecto tranquilizador al proporcionarnos una especie de "ilusión de control". Pero muy pronto desaparece este efecto y se produce una especie de huida interminable hacia adelante: aumentamos el nivel de preocupación y alerta para contrarrestar la propia ansiedad nacida de la preocupación. Un circulo vicioso, basado en los mismos mecanismos de la adicción: cada vez necesitamos más dosis de preocupación.

No hay mejor camino que desmontar el mecanismo de la preocupación: se basa en un autoengaño y una ilusión. Hemos de sustituirlo por algo mucho más racional: la prevención. La prevención es todo lo contrario de la preocupación. No se trata de negar las amenazas o peligros, sino de analizarlas y actuar consecuentemente. Cuanto más ansiosos y preocupados estamos, menor es nuestra capacidad de análisis y actuación.

(Foto: Vicente García)


La despreocupación tiene mala fama: se identifica con pasotismo e irresponsabilidad. Nada tiene que ver. La despreocupación es un estado de no preocupación. Es, sencillamente, no preocuparse por nada. Para alcanzar ese estado de serenidad y ausencia de miedo y ansiedad, se necesita disciplina interior, conciencia y aceptación. Aceptar, en primer lugar, que no somos inmortales; o sea, que nada ni nadie nos va a librar de morir.

La despreocupación no nace de ninguna falsa ilusión de control, sino de la conciencia de nuestra finitud temporal, de nuestra fragilidad física, nuestra limitación mental, nuestra inestabilidad emocional, nuestra insignificancia social (por muy encumbrados que estemos), nuestra dependencia material y psicológica. Una vez que nos aceptamos como somos, entonces podemos apreciar mejor nuestras enormes capacidades y posibilidades.

La preocupación es una trampa, una creencia, una superstición. No creas en el poder de la preocupación. Los problemas no desaparecen por preocuparnos de ellos. Tampoco aumentan con nuestra despreocupación. Cultiva la serenidad, la despreocupación, la aceptación. No hay mejor camino para despertar nuestra energía y confianza. Para enfrentarnos a las amenazas, peligros y miedos. Para actuar con eficacia y determinación.


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