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jueves, 10 de julio de 2014

EL DISCURSO DE LA EDAD DORADA (I)

Este es el texto de una ponencia que he presentado el pasado 3 de julio en un Congreso de Zamora.

(Foto: Fernando Redondo)


LAS MONTAÑAS DE LEÓN COMO FUENTE DE INSPIRACIÓN DEL DISCURSO DE LA EDAD DORADA: EL ORDEN NATURAL Y LA UTOPÍA NATURALISTA. 
(HUELLAS JUDÍAS Y LEONESAS EN EL DISCURSO DE LA EDAD DORADA) 
Santiago Trancón Pérez

El discurso de la Edad Dorada, situado al comienzo de libro (I, 11), tiene una importancia capital para comprender el sentido y la intención del Quijote. El propósito de esta ponencia es desvelar las huellas judías y las referencias leonesas implícitas en este capítulo, lo que confirmará la influencia que tanto la cultura judía como el entorno geográfico y social de las montañas de León, tuvo en la elaboración del libro más importante de la literatura española y universal.
Empecemos por realizar un análisis del espacio en el que se desarrolla este episodio. En contra de los tópicos y dogmas del cervantismo oficial y la iconografía reduccionista a que ha sido sometido el Quijote, el espacio manchego no es más que un referente inicial que nunca aparece descrito en sus páginas y funciona, sobre todo, como un recurso literario. Las incongruencias de la vegetación, la fauna, el paisaje y las costumbres que presentan la mayoría de los episodios del Quijote con relación al espacio manchego no son sólo evidentes, sino esencialmente significativas.
La aventura de don Quijote se inicia cuando abandona su pueblo para irse a recorrer el mundo. El primer reto de don Quijote, y condición de todos los demás, es el de alejarse de su patria, extralimitarse, salir de sí para ir en busca de aventuras con el afán de que sus hazañas sean conocidas en el mundo entero. La Mancha es el símbolo de lo local y conocido que debe ser superado para abrirse a lo universal y desconocido. Al poco de salir de ese espacio, Cervantes empieza a llamar famoso español a don Quijote (I, 9). El inicial espacio manchego le resultó enseguida a Cervantes demasiado pequeño y monótono para poder desarrollar en él las increíbles aventuras de su protagonista. Tuvo que llevar los hechos de la ficción a otro espacio y otro entorno cultural y social mucho más acorde con sus intenciones. Es aquí donde aparecen las montañas de León como un espacio geográfico fundacional, sin el cual no se entienden la mayoría de los episodios de la novela.
Quiero precisar mi afirmación. Con la expresión “montañas de León” me refiero a la montaña noroccidental de la Península que abarca tanto la comarca del Teleno, los Montes Aquilanos, la Maragatería, la Cabrera y la Sierra de Sanabria, como su prolongación natural, las riberas del Esla y la meseta de Tierra de Campos, Benavente, Aliste, Tierra del Pan, Tierra del Vino y Sayago. Es una zona geográfica que tiene más que ver con el antiguo Reino de León que con las actuales fronteras administrativas. Creo haber demostrado en mi investigación (plasmada en el libro Huellas judías y leonesas en el Quijote) que esta zona es la que Cervantes tiene en su mente cuando crea la ficción de su novela. Digo que la usa como fuente de inspiración, no como documento o referencia realista. Sería incongruente con su propósito el sacar a don Quijote de la Mancha para trasladarlo a otro espacio igualmente localista o limitado. El paisaje y el entorno ha de ser, por lo mismo, indeterminado, símbolo y representación de ese viaje hacia lo desconocido. No esperemos, por tanto, referencias concretas a este espacio zamorano-leonés, pero sí suficientes indicios y alusiones como para poder acercar la ficción cervantina a esta zona y afirmar que Cervantes tuvo que echar mano de sus recuerdos y vivencias para construir gran parte de su ficción. Este hecho, entre otros, nos permite afirmar que Cervantes procede de las montañas de León, donde hemos de situar el origen de su linaje, y que por estas tierras hubo de vivir en su infancia y adolescencia.
Me objetarán que por qué Cervantes nombra a distintos pueblos de la Mancha y encubre, al mismo tiempo, cualquier referencia directa a los pueblos o toponimia de las montañas de León. Hay una explicación para ello. En primer lugar, la necesidad de mantener cierta coherencia narrativa, haciendo verosímil el itinerario de don Quijote. Su crítica a los fabulosos viajes por tierras remotas que contaban los libros de caballerías le obligó a ceñirse a un espacio mucho más real y cercano al lector. Sin embargo, a medida que va creciendo el relato, Cervantes, sin romper ese hilo realista, va trasladando las aventuras a un paisaje y unos lugares cada vez más alejados de la Mancha. En la tercera salida, ya libre de toda atadura geográfica o cronológica, nos lleva hacia Barcelona en un viaje de ida y vuelta absolutamente inverosímil desde un punto de vista realista.
Pero hay otra poderosa razón para que Cervantes ocultara, trastocara o trasladara los espacios reales en los que se inspira hacia otros lugares manchegos o zaragozanos. El principal motivo es el deseo de no dar a conocer sus orígenes ni los de su familia. No se trata de ningún olvido o descuido, sino de una voluntad de encubrimiento. Cervantes era un criptoconverso, o sea, alguien que tenía que ocultar, no sólo su posible simpatía o adhesión al judaísmo, sino borrar su propia condición de converso. Lo hizo por una necesidad de supervivencia, no por renegar de su origen y condición. Recordemos que el tiempo de Cervantes fue sin duda el peor de la historia para los judeoconversos. Desaparecidos los judíos oficialmente a partir de 1492, perseguidos y llevados a la hoguera todos los sospechosos de judaizar, el foco de atención y persecución se dirigió hacia los conversos. El odio a los judíos se desplazó hacia ellos, y de nada les sirvió proclamar públicamente la fe católica, pues siempre fueron considerados sospechosos. Había que impedir, por otra parte, su ascenso social, su poder y su influencia creciente. Proclamarse, no ya judío (algo imposible), sino simplemente converso, era la peor carta de presentación para poder vivir tranquilo o aspirar a ascender socialmente. Cervantes no duda en defender el disimulo, el disfraz, el fingimiento, el refugio en la propia conciencia y la necesidad de guardar las apariencias, para liberarse del estigma de judeoconverso.

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