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jueves, 10 de julio de 2014

EL DISCURSO DE LA EDAD DORADA (y III)

(Foto: Agustín Galisteo)

Lo que nos conviene aquí señalar es la estrecha vinculación de la tradición judía con una visión idealizada de la naturaleza, en la que los pacíficos agricultores y pastores encarnan el modo de vida más acorde con el orden del universo. El rey David, recordemos, era pastor. La exaltación de la vida natural, la idealización de la vuelta a la naturaleza, el considerar el orden natural como el referente básico del que nace toda moral y toda norma, por encima de las leyes políticas y administrativas, es algo esencial en la visión que don Quijote tiene del mundo y que justifica su actuación. Entenderemos ahora mucho mejor el famoso discurso de la Edad Dorada con que don Quijote encandila a los cabreros:  
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto”, etc. (I, 11).
Vemos en esta descripción algunos rasgos singulares. El paisaje no responde a los tópicos del Paraíso ni la Arcadia, sino que tiene que ver con el entorno real en el que se encuentran los cabreros: encinas, ríos, peñas, alcornoques... Se insiste en que la tierra es una madre fecunda y generosa y, sobre todo, en que todas las cosas eran comunes y por eso “todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia”. Define esa Edad, a la que llama “venturosa” y “santa”, por oposición a la presente, “nuestros detestables siglos”, “nuestra edad de hierro”, aludiendo así a la guerra, pero también a la falta de concordia y amistad, a la violencia sobre la que se asientan las relaciones humanas, movidas por el dinero, la ambición y la posesión privada: “No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese”. La orden de caballería, nos dice, nació para luchar contra la maldad que destruyó aquellos felices tiempos.
A Cervantes no le interesa recrear un espacio mítico o lejano, sino hablar de lo que tiene delante, de la sociedad y el tiempo en que vive. Se dirige a unos cabreros reales, no a unos falsos pastores, como eran los que protagonizaban las novelas pastoriles. Lo que les predica y explica, no es algo que esté alejado de su modo de vida ni pertenezca a ninguna utópica irrealidad bucólica. Sabemos que por todos los pueblos del antiguo Reino de León, la propiedad comunal era, no una excepción, sino la forma básica de organización social: los bienes más importantes, como los ríos, los montes, los bosques, los prados, la caza..., o sea, las bases de su sustento, eran propiedad de la comunidad o concejo, es decir, de todos los vecinos. Todas las normas nacían del concejo, o sea, de una reunión abierta en la que, formando un corro, todos eran iguales, ejercían la democracia directa, establecían el derecho consuetudinario y resolvían los conflictos. Esta forma de organización ha pervivido hasta hoy, convirtiéndose en uno de los ejemplos más admirables y sorprendentes de resistencia al capitalismo. No es que no hubiera propiedad privada; pero incluso ésta, requería el concurso y la colaboración de todo el pueblo para mantenerse. Los caminos se construían mediante el sistema de hacendera o facendera, o sea, con el trabajo de todos los vecinos; lo mismo ocurría con la organización de otras tareas, como la construcción de las casas, el techado o teitado, el cuidado de los rebaños de ovejas, cabras o vacas (la llamada vecera, que reunía todos los animales del pueblo o aldea), que eran llevadas a pastar por los vecinos, turnándose en este trabajo. Así que el tuyo y mío se sustentaba en el de todos o el común. Esto era una realidad en tiempos de Cervantes, y su origen se remonta a la época prerromana; sin duda debió de conocerla directamente y tenerla muy en cuenta cuando escribe este emotivo discurso de don Quijote. La coherencia entre el entorno geográfico y social y el contenido y las imágenes que evoca, es algo que hemos de tener muy en cuenta y que fundamenta la hipótesis de esta presencia e influencia de “lo leonés” en el Quijote.    
Frente al idealismo platónico, Cervantes acepta la lucha de los contrarios, que trata de reconciliar, pero no de eliminar o ignorar. Detrás de su humor se asoma con frecuencia la melancolía y, en el fondo, el pesimismo. No se fía de la ilusión, por eso no cree en la posibilidad de volver a un mundo unitario, original y puro. La riqueza, la codicia, la mentira, la intolerancia, la guerra han destruido toda posibilidad de volver a ninguna Edad Dorada. La defensa de la sencillez, la espontaneidad, la llaneza, la armonía y cierta idealización de lo rústico y pastoril, no le impide desvelar al mismo tiempo la utopía oculta en esa idealización. Lo pastoril es un tema esencial en Cervantes, pero sobre el que realiza una desmitificación radical.
Cervantes logra lo más difícil, mostrarnos una utopía caballeresco-pastoril, con todos sus atractivos, pero a la vez su opuesto, una contrautopía, al contarnos con igual crudeza y maestría las consecuencias de esa utopía: “Mundo pastoril y mundo caballeresco no son ni cosas separadas, ni siquiera yuxtapuestas, sino los dos hemisferios, perfectamente encajados, de una misma imagen ideal de la sociedad”, nos aclara José Antonio Maravall. Frente a ese mundo, Cervantes “presentó su obra como una contrautopía, escrita a fin de oponerse a la falsificación de la utopía que representaba el propio Don Quijote”.
Cervantes es un humanista, influido por todas las corrientes progresistas y reformistas del momento, pero al que le toca vivir una época de profundo desengaño y decadencia. No renuncia a sus ideales renacentistas, pero se niega al mismo tiempo a cualquier mitificación de esos ideales; no se evade de la realidad que tiene a su alrededor. Le repele la mentira, el engaño, la falsificación y la evasión, no sólo por ser incompatibles con su sentido crítico y observador, sino porque cree que conducen al fracaso, el dolor y sufrimiento inútil.
Hay algo, sin embargo, que no duda Cervantes en criticar: la imposición de un Estado basado en un ejército regular, una economía dineraria y una burocracia administrativa y política inoperante y corrupta. Esta crítica es paralela a la que hace del poder y la imposición de los dogmas de la Iglesia Católica, el fundamento ideológico en que se asienta el Estado, confundiéndose con él.
Don Quijote siente un repulsa hacia toda autoridad política o militar que esté por encima de él. Sólo obedece a su impecable sentido del orden y la justicia basado en el respeto y el modelo de la naturaleza.  
Especial interés tiene su relación con el dinero. Don Quijote es generoso, desprendido, el dinero no le interesa. Preferiría vivir sin él. En su primera salida no lleva ni un maravedí. Cuando no tiene más remedio, le deja a Sancho este asunto; será él quien custodie la bolsa común y la administre.
Cervantes critica el afán de lucro y la avaricia, la pasión por el dinero, tan presente en el desarrollo de la burguesía y el capitalismo. Dirán algunos que esto contradice las afirmaciones que hemos hecho sobre su ascendencia judía. La simplificación y el estereotipo del judío como un ser mezquino y usurero, fue un lugar común extendido desde la Edad Media. Pero hay que recordar que la crítica de la riqueza y el dinero nació en primer lugar dentro del judaísmo. El judaísmo no condena el enriquecimiento lícito, pero siempre supedita la riqueza a la obligación de dedicar parte de los beneficios a hacer obras de caridad y de ayuda comunitaria. El dinero y la acumulación de riqueza no es un fin en sí mismo. Cervantes tampoco acepta la pobreza y la penuria, a la que juzga origen de muchos males y asocia siempre a la injusticia; lo que elogia es el desprendimiento, el desapego de las riquezas, pero por considerar al dinero como un impedimento para alcanzar la pureza de espíritu, la perfección espiritual.
Digamos, para acabar, que don Quijote vuelve a su patria después de intentar poner orden en el caos del mundo, después de realizar su particular tikkun olam. Ha hecho lo que ha podido. La aldea es el único lugar en que puede refugiarse; pero esta vuelta a la naturaleza, este regreso al orden natural no es más que otra utopía. El mundo rural, símbolo y soporte de la ilusión naturalista, está también crisis. Si don Quijote no pudo resucitar la andante caballería, tampoco será posible volver a ninguna alegre y melancólica vida pastoril. Sin embargo, ahí quedan sus ideales: el del valor y el empeño por luchar contra la injusticia, y el deseo de vivir en una sociedad pacífica y tolerante, en permanente contacto con la naturaleza. El discurso de la Edad Dorada sigue interesándonos porque seguimos anhelando tanto la justicia y la tolerancia, como la paz y la serenidad que sólo nos puede ofrecer la naturaleza.

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