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jueves, 10 de julio de 2014

EL DISCURSO DE LA EDAD DORADA (II)

(Foto: Fernando Redondo)

Pero pasemos ya a analizar brevemente el discurso de la Edad Dorada.
Comienza el relato después de la aventura del vizcaíno. Nos cuenta Cervantes que huyendo de la Santa Hermandad, don Quijote “se entró por un bosque que allí junto estaba”(I, 10) y que pronto llegan “junto a unas chozas de unos cabreros”, donde determinan pasar la noche. Este cambio escénico y paisajístico es fundamental, y no podemos pasarlo por alto como han hecho todos los cervantistas “amanchegados”. El entorno en que don Quijote va a pronunciar el famoso discurso de la Edad Dorada no tiene ya nada que ver con el árido paisaje manchego, y esto es significativo. Hay una relación estrecha o congruencia entre el mundo idílico de la Edad Dorada que don Quijote evoca y el paisaje real en el que se encuentran. Veamos cómo lo describe Cervantes.
Sancho “se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban” (I, 11), nos dice para introducirnos en este nuevo ambiente. Es de noche, los cabreros comen sobre zaleas o pieles extendidas en el suelo y les acogen “con buen ánimo” y “muestras de muy buena voluntad”, y les convidan a una calderada y a queso y “bellotas avellanadas” (dulces), sin siquiera preguntarles el nombre ni extrañarse de la anacrónica vestimenta de don Quijote. Es precisamente el modo de vida de esos cabreros, sencillos, libres, tolerantes y hospitalarios, lo que va a motivar en don Quijote su discurso de la Edad de Oro, que se desencadena al tomar en la mano un puñado de bellotas. Los cabreros acogen sus palabras “embobados y suspensos”.
La Edad Dorada es inseparable de la descripción y exaltación de un entorno fértil y pacífico, en que el hombre vive en perfecta armonía con la naturaleza: “Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del tiempo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia” (I, 11). La naturaleza “sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían”. Y “andaban las simples y hermosas zagalas de valle en valle y de otero en otero” (I, 11).
Es importante resaltar que los cabreros comprenden bien a don Quijote, seguramente porque su vida no se alejaba mucho de la que describía el caballero en su nostálgico discurso. Tanto es así que le agasajan luego con el cante de un compañero que “sabe leer y escribir y es músico de un rabel” (I, 11). Este entorno montañoso servirá para situar la historia de Marcela y Grisóstomo que viene a continuación, y todas las que luego con ella se enlazan.
El cabrero que le cuenta la historia de Marcela a don Quijote, dice: “Y si aquí estuviésedes, señor, algún día, viéredes resonar estas sierras y estos valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas...” (I, 12). Los pastores que acuden al entierro de Grisóstomo van “vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano” (I, 13). Poco después “por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores”, con guirnaldas “cuál de tejo y cuál de ciprés”, y las andas con que llevan al muerto iban “cubiertas de mucha diversidad de flores y ramos” (I, 13).
Aparece entonces Marcela, la bella pastora que vivía en las montañas, y con un altivo y muy razonado alegato defiende su libertad:  “Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles de estas montañas son mi compañía; las claras aguas de estos arroyos, mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos” (I, 14). La libertad va unida a la soledad y el refugio de las montañas.
Más adelante (I, 50) sucederá el episodio de la “cabra manchada”, que ha huido del rebaño. Con este motivo el cura nos dice que ya sabe bien que “las montañas crían letrados” y las chozas “encierran filósofos”. Le replica el cabrero que también “acogen hombres escarmentados”. Estamos muy lejos de la imagen del cabrero rústico e ignorante, rudo, imagen habitual de la literatura de la época. Cervantes, sin duda, alude a esta zona de León, Zamora y la Raya donde se refugiaron muchos judíos, letrados, filósofos y hombres escarmentados, que huían de la Inquisición viviendo como pastores.
Profundicemos un poco más en el contenido y el significado de este discurso. Hay dos corrientes de pensamiento que Cervantes asimila y reelabora de modo original: una, la renacentista, y otra, tradición judía y su concepcion de la naturaleza y el orden natural.
Las referencias humanistas nos remiten a Virgilio, especialmente a las Bucólicas y las Geórgicas. Es evidente la influencia de la tradición griega y del mito de la Arcadia Feliz y su mundo pastoril. Especialmente encontramos en el discurso de la Edad Dorada un eco de la égloga IV de las Bucólicas. Esta égloga celebra el futuro nacimiento de un niño, que no se identifica directamente, que coincidirá con el regreso de la Edad de Oro en la que el hombre recogerá sin esfuerzo los frutos de la tierra y dejará de tener que afanarse en la agricultura o el comercio.
El sentido profético de esta égloga tiene que ver con el mesianismo judío, del que pudo recibir su influencia. Leemos en Isaías 11, 6-8, sobre el futuro tiempo mesiánico: “Vivirá el lobo con el cordero, yacerá el leopardo con el chivo, habitarán juntos el ternero, el león y la oveja y un niño pequeño los guiará. Pacerán juntos el ternero y el oso; juntos descansarán sus cachorros. El león comerá paja como el buey y el niño de teta jugará junto a la madriguera de la serpiente...”
La segunda tradición que Cervantes asimila, decimos, es la judía. La Torá es el texto sagrado más importante de la religión y la cultura judía. Su primer libro, el Bereshit, conocido entre los cristianos como el Génesis, es, a su vez, el más importante de los cinco que conforman el Pentateuco, ya que en él se cuenta el origen del mundo y se fundamenta todo el orden universal. Bien, pues este libro es, ante todo, un canto y reconocimiento de la naturaleza con toda su variedad de seres, plantas y animales, situado dentro de un universo lleno de maravillas y misterios. No es casual que todas las corrientes místicas y cabalísticas del judaísmo partan de la lectura y la interpretación casi inagotable del relato de la Creación, como vemos en el Zóhar de Moisés de León, considerado el más importante cabalista medieval. El hombre aparece en medio del paraíso como una criatura más. Su superioridad nace de la voluntad divina, pero le obliga a vivir respetando todo lo que le rodea. Sólo cuando Adán y Eva rompen el orden natural establecido por el Creador se inicia el caos, la envidia, el trabajo, el sufrimiento y la muerte. Desde ese momento, el mayor deseo del hombre será el volver al Paraíso, pero para ello debe pasar por esta Tierra para purificarse y ser digno de encontrase de nuevo con Dios. De aquí nace el mito del Paraíso Perdido y el deseo de volver a los orígenes. En el Renacimiento se reaviva este mito, ampliando la iconografía bíblica con las imágenes de la mitología y la literatura griega. La Arcadia y el Paraíso adquieren el mismo valor simbólico e imaginario.
El judaísmo, partiendo de esta mitificación de los orígenes, desarrolló un amplio código de principios y normas de conducta que consolidaron una visión de la naturaleza y la vida como la manifestación más visible del poder divino. El respeto a la naturaleza y a la vida en todas sus formas fue la consecuencia más inmediata. El Kashrut es un conjunto de normas que han de guiar el trato del hombre con los demás seres vivos y la naturaleza, base de la importantísima distinción entre comida kósher y no kósher, pura e impura.
No vamos a enumerar los alimentos puros e impuros y los minuciosos y estrictos criterios que se deben tener para distinguir unos de otros. Lo importante es señalar el respeto que imponen estas normas con relación a todas las formas de vida de la naturaleza. En especial, me interesa destacar el hecho de que existe una serie de animales considerados libres o salvajes, que deben ser respetados, a los que no se puede perseguir ni matar, entre ellos la liebre, el conejo, el lobo, el oso, pero también, por otros motivos, las serpientes, las anguilas, las ranas, las cigüeñas, las aves rapaces, los mariscos y la mayoría de los insectos. Esto sirve para preservar la naturaleza como un espacio o territorio intocable, en el que todas estas criaturas han de poder vivir libremente, siguiendo el orden natural que Dios estableció desde el origen de los tiempos, sin que el hombre pueda intervenir para cambiar su curso. El tabú de la sangre nace de ese respeto a la vida (la sangre contiene la vida), ya que la vida es algo que sólo Dios concede y nadie puede interferir en sus designios.
La naturaleza, por tanto, tiene un valor fundamental ya que se convierte en el referente básico del orden natural establecido por Dios. La moral tiene su origen en la imitación de la naturaleza y sus leyes.
Pero no sólo las criaturas de la naturaleza merecen esa atención: la tierra misma debe ser respetada por haber sido creada por Dios. También aquí existen normas que deben cumplirse. No sólo hombres y animales, también la tierra debe descansar el día del shabat. Cada siete años, además, debe dejarse el campo en baldío durante un año para que renueve su vitalidad. Es el llamado año sabático. Los frutos de los árboles y la tierra han de considerarse un don. La fiesta de Shavuot es la del agradecimiento por los primeros frutos o primicias.
El orden de la naturaleza es un espejo en el que debe mirarse el orden social. El hombre ha de imitar a la naturaleza. El concepto de tikkun olam aparece en la Mishná, y se usó para referirse a la obligación de restablecer la justicia social en el mundo. El judaísmo tiene un fuerte sentido de la justicia, un elemento esencial del ideal caballeresco de don Quijote. La expresión tikkun olam puede traducirse como “sanar el mundo”, “repararlo”. El cumplimiento de los mitzvot (preceptos) debe ayudar a restaurar el orden en el universo. En el siglo XVI el cabalista Isaac Luria le dio a esta expresión una connotación más espiritual. Postula que para restablecer el orden del universo es necesaria la recuperación de la luz divina (orot) que contienen los vasos o vasijas (kelim) esparcidas por el universo después de romperse el Gran Recipiente de la Creación que no pudo contener la Luz Primera. El tikkun olam es una reparación o restauración de un orden roto o quebrado. Este proceso de reparación tiene que ver con el Mesías, que llegará cuando todas las naciones hayan alcanzado o estén a punto de alcanzar esa reparación y reine la paz y la fraternidad en el mundo. Tanto la idea de justicia social como la de reparación del universo, remiten a la búsqueda utópica de un mundo y una sociedad en equilibrio o perfecta. En la formulación de la necesidad de volver al orden natural universal, perdido en los orígenes de la Creación, vemos que confluyen los mitos del Paraíso Perdido, la Arcadia Feliz, la Sociedad Justa y el Universo Perfecto. De aquí nacerá también la nostalgia de la Edad Dorada (que contiene y sintetiza esta tradición) que mueve a don Quijote en su lucha por restablecer la justicia en el mundo.
Todavía hay otra influencia que determina el sincretismo simbólico de estos mitos y tradiciones: la búsqueda de la Tierra Prometida. El Éxodo la describe como “una tierra que mana leche y miel”. Con su propensión a la hipérbole, se habla de racimos tan grandes que debían ser transportados por dos hombres, la miel fluía de los dátiles de las palmeras y un hombre apenas podía cargar él solo con un higo. El hecho de que los judíos fueron expulsados de esa Tierra convirtió a Israel en la encarnación de estos mitos del regreso. La vuelta a Israel tenía el valor simbólico del regreso al Paraíso, a la Tierra Prometida, la Arcadia Feliz y la restauración de una Sociedad Perfecta dentro del Orden Universal. Los inicios del Estado de Israel, basados en la ideología socialista e igualitaria de los kibbutzim, son en gran parte el resultado de toda esta tradición.

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