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viernes, 6 de marzo de 2015

LENGUA, NACIÓN, ESTADO

(Foto: Fernando Redondo)

Tendemos a pensar en términos simples, pero la realidad es compleja. Establecemos la equivalencia
lengua=nación=estado. Allí donde hay una lengua hay una nación, y donde hay una nación debe haber un estado. Es la base del discurso nacionalista, tan eficaz como equivocado. No es fácil desmontar esta falacia, aunque sobran argumentos para hacerlo.

Primero: en el mundo hay más de 7000 lenguas y 200 estados. Sólo existen 25 estados lingüísticamente homogéneos, o sea, monolingües. Ninguno en Europa. La media aquí es de casi cinco lenguas por estado. Si pretendiéramos que cada lengua tuviera su estado, el mundo actual se convertiría en un caos absoluto.

El concepto de lengua no es preciso, ni las fronteras lingüísticas coinciden con las geográficas. En España se reconocen cuatro lenguas, pero hay otras más, desde el leonés, el bable o la fabla aragonesa, hasta las lenguas de los emigrantes o el caló. Así y todo, España es uno de los países lingüísticamente más homogéneos, pues tiene una lengua oficial y común, el español, que hablan y entienden la mayoría de sus ciudadanos.

Aceptar la premisa de que una lengua crea una nación, y la nación exige un estado, supone justificar la limpieza lingüística para imponer esa unificación. Aquí se revela la naturaleza totalitaria de los nacionalismos actuales. Nada de extraño que el independentismo catalán esté tan empeñado en la inmersión lingüística, que es el método más eficaz para llevar a cabo esa uniformización y limpieza.


Para completar este análisis necesitaríamos hablar de otras equivalencias, como son las de identidad, territorio e historia. No hay concepto más ambiguo y pernicioso que el de identidad, más manipulable que el de historia y más difuso que el de territorio. Si tratamos de definir la identidad acabamos necesariamente en la biología o la metafísica. Si mitificamos el territorio lo convertimos en religión. Si manipulamos la historia la transformamos en imaginaria fuente de derecho. Sólo hay un modo de salir de estas trampas: afirmar nuestra condición de ciudadanos, o sea, de sujetos libres e iguales en derechos y obligaciones. Pero de eso hablaremos otro día, Deo volente.

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