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miércoles, 5 de agosto de 2015

LA OBRA DE LOS JUDEOCONVERSOS


Comprendo el poco interés que los judíos de hoy puedan tener por la historia y la obra de los judeoconversos. El propio concepto de judeoconverso puede resultarles indiferente o incluso incómodo. Se supone que en un momento determinado dejaron de pertenecer al pueblo judío. Poco importa que la mayoría lo hicieran forzados (anusim). Si pudieron luego volver al judaísmo, ¿por qué no lo hicieron? La pregunta implica una respuesta de culpabilidad que justifica la exclusión y el olvido en que los judeoconversos han permanecido durante siglos.
            El planteamiento es, sin embargo, demasiado simplista e injusto, porque no tiene en cuenta la realidad histórica. No podemos minimizar, por citar algunos hechos, la persecución y las matanzas de 1391, la expulsión de 1492 y las condiciones en que se realizó esta nueva diáspora. Muchos se fueron, pero con la esperanza de poder volver, y para ello dejaron en Sefarad vínculos familiares que les pudiera facilitar el regreso. La mayoría de los que se quedaron no se consideraron menos judíos ni peores que los que se fueron. También confiaban en que cambiaran los tiempos. Se convirtieron externamente, pero afianzaron internamente su adhesión a la cultura y la tradición de sus antepasados. Se produjo una interiorización de la fe, del sentimiento de pertenencia y la capacidad de resistencia a la cristianización.
Con el paso del tiempo, las dificultades de mantener esta vinculación y la pérdida de apoyos familiares y sociales dio lugar a una gran variedad de actitudes y conductas. No todos los conversos fueron iguales. En cierto modo, cada judeoconverso tuvo que enfrentarse a su condición de extraño y marginado ante la imposibilidad de integrarse en ninguno de los dos grupos excluyentes: el mundo judío y el mundo cristiano. Y todo esto duró oficialmente hasta 1834 en que definitivamente quedó abolida la Inquisición. Todavía en 1781 fue quemada en Sevilla María de los Dolores López, la beata Dolores. Y Francisco de Goya compareció ante un tribunal de la Inquisición en 1815. Diría más: la llama de esa persecución revivió durante el franquismo y ha permanecido hasta hoy.
            El drama de los judeoconversos (doblemente excluidos) no ha sido valorado ni estudiado seriamente hasta ahora; más aún, ni siquiera se ha tenido en cuenta la condición de judeoconverso como un elemento esencial en los estudios académicos y literarios. Los estudios se han centrado en la tradición y la pervivencia del mundo sefardí, dejando de lado la obra de los judeoconversos. Estudios recientes, sin embargo, como los relacionados con Cervantes o Teresa de Jesús, están obligando a considerar el fenómeno judeoconverso como un elemento fundamental para entender e interpretar la literatura española. Digo literatura, pero la reflexión va mucho más allá, pues debiera incluir la cultura, la política y la historia. Ni la cultura ni la historia española pueden entenderse ni analizarse sin tener en cuenta la presencia y la aportación de los judeoconversos. Hablo de los siglos más decisivos en la configuración de la conciencia de la nación y la cultura española: XV, XVI y XVII. Es en estos siglos donde la influencia y la obra de los judeoconversos es verdaderamente asombrosa. Este hecho exige una investigación y una interpretación adecuada, porque se trata de un fenómeno único y extraordinario que nos obliga a hacernos preguntas para las que no tenemos respuestas claras.
Por ejemplo: ¿existe una impronta psíquica, una estructura psicobiológica y cultural hereditaria relacionada con el hecho judío? Freud así lo creía. No hablamos de racismo ni de nada que se le parezca, sino de un fenómeno de naturaleza cultural que puede estar ligado al misterio de la genética. El ADN, al fin y al cabo, es información contenida en cadenas de aminoácidos. Los antropólogos siempre han hablado de la dualidad gen-cultura. Si así fuera, el hecho de la conversión no supondría más que una ruptura externa del judeoconverso con el judaísmo, pero permanecería la vinculación con su “núcleo esencial”, podríamos decir, que es de naturaleza psicocultural más que religiosa.
            La cultura es la forma particular que un grupo social construye para desarrollar el inmenso e indeterminado caudal de posibilidades humanas. El pueblo judío es el resultado de una orientación cultural que privilegia el desarrollo del pensamiento, la palabra, el saber y el conocer. Esto significa que centró sus energías en entender e interpretar el misterio del mundo y la realidad material que nos rodea. Este empeño le obligó a construir unas normas de conducta coherentes con esa visión del mundo que hicieron posible la cohesión del grupo, su permanencia y su particular proceso evolutivo. Esto condujo al mantenimiento de cierta endogamia que pudo propiciar la transmisión de esa herencia psicobiológica de que hablamos. Los judeoconversos, desde este punto de vista, siguieron vinculados al pueblo judío más allá de sus creencias y su condición social.
            La reivindicación de la obra y la memoria de los judeoconversos españoles y portugueses parte, por tanto, del supuesto de que la conversión no borra esa estructura cultural, psíquica y biológica judía, sino que la vuelve más o menos problemática, contradictoria, compulsiva, angustiosa o estimulante, de acuerdo con el modo particular con que cada individuo encara y resuelve su condición de judeoconverso y sus vínculos, conscientes e inconscientes, con la tradición y el mundo judío.
            La investigación y reivindicación que propongo tiene interés, por tanto, para la historia del pueblo judío y su influencia en el mundo y, en este sentido, los judíos de hoy pueden preguntarse por su particular modo de estar en el mundo y su capacidad de intervenir en el desarrollo humano y la historia de la humanidad. Analizar el fenómeno judeoconverso puede ayudarles a entender mejor su propia capacidad creativa y cultural, sus relaciones con otros pueblos y culturas y la necesidad de distinguir entre el judaísmo oficial y otro difuso, cuyas fronteras nunca han sido ni rígidas ni excluyentes, por más que este hecho pueda volver problemática la propia definición del “ser judío”.

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Pero no sólo a los judíos, también a los españoles de hoy nos interesa reivindicar la obra y la memoria de los judeoconversos, de los que muchos nos sentimos descendientes y, por lo mismo, vinculados a una tradición que tiene que ver con ese núcleo esencial del que he hablado. Si la influencia de los judeoconversos fue decisiva, los españoles de hoy necesitamos conocerla. Los descendientes de esos conversos necesitamos comprender también por qué permanece en nosotros esa inconsciente atracción por el judaísmo y el interés por conocer la peripecia y el modo particular que tuvieron estos “judíos-no judíos” de resolver las contradicciones en que se vieron sumergidos. Admiramos, por ejemplo, su impresionante obra literaria, inseparable de los logros más admirables de la literatura española. No exageramos si afirmamos que el noventa por ciento de los nombres más destacados de esta literatura, de Cervantes a Góngora, de Jorge de Montemayor a Mateo Alemán, de Fernando de Rojas a Fray Luis de León, por citar media docena de una lista interminable, fueron de origen judío. ¿Qué significa esto? ¿Cómo hemos de explicarlo? Quizás tengamos que empezar a hablar de “los otros judíos”, o sea, “los hispanojudíos” de ayer y de hoy. Quizás sea el fenómeno inverso y complementario de esa “vuelta de los sefardíes” que propiciará el reconocimiento actual de la nacionalidad española para los descendientes de los expulsados en 1492. ¿La “vuelta de los judeoconversos”? Bastaría con que fuéramos reconocidos como muchos nos sentimos, hispanojudíos descendientes de judeoconversos. B’nei anusim. Aunque para algunos resulte una categoría confusa, nosotros sabemos muy bien a qué nos referimos.   

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