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domingo, 9 de octubre de 2016

GUÍA PARA PERPLEJOS

(Foto: Fernando Redondo)

Tomo el título de la obra de Maimónides, el gran sabio judío del siglo XII, conocida también como “Guía de los descarriados”. Descarriados y perplejos andamos hoy los españoles como aquellos judíos que querían leer la Torá desde el racionalismo aristotélico sin perder el espíritu místico y profético del texto sagrado. Aquel afán de conocimiento chocó con la llegada de los almohades yihadistas, y Maimónides tuvo que huir a Egipto para salvar su vida. De él nos queda la expresión “mantenerse en sus trece”, o sea, no renegar de la fe de Moisés, resumida en los trece principios que él estableció. Maimónides dijo que sólo aquel que estaba sano era capaz de santificar el universo. Salud del cuerpo y el alma, que él no separaba.
            Cuando uno oye a Iñaki Gabilondo, uno de nuestros profetas, decir. "Esto no es un país, es una fosa séptica. Estamos atascados en medio de la cloaca pestilente de la corrupción y no hay forma de hacer nada ni de hablar de nada ni de pensar en nada con este olor nauseabundo que nos paraliza y que se ha metido en el cerebro nacional como una obsesión". Y reiterar: "España no es un país, es un parque temático de la corrupción. No hacemos otra cosa que comparar fetideces, analizar la composición de las basuras o el color y las formas de las heces. Salir de esta cloaca es una prioridad nacional.
”. Cuando uno oye y lee esto queda absolutamente perplejo. Que a alguien tan sensato se le vaya tanto la olla y se atasque con la metáfora escatológica, quizás sí, indica que el país empieza a andar muy mal.
Pero reflexiono: es nuestro modo de pensar. Cuando algo nos irrita mucho, hacemos de esa indignación una categoría suprema, absoluta, totalizadora. Tendemos, por vicio atávico, al pensamiento divino, el que abarca la totalidad. Y sentenciamos rotundamente. Este añadir carga subjuntiva, categórica, hiperbólica y nihilista a nuestros juicios, cumple una función psicológicamente compensatoria: si no podemos cambiar algo, generalizamos y despotricamos con toda la fuerza que nos proporciona nuestra lengua, tan apta para dramatizar las relaciones humanas.
Lo malo de este modo de pensar es que resulta poco eficaz. Nos incapacita para analizar los hechos objetivamente. Nos impide, sobre todo, juzgarnos con mayor ecuanimidad. Por ejemplo, la corrupción puede provocarnos la náusea que describe Gabilondo, pero cómo no destacar que nuestra democracia empieza a reaccionar, que los corruptos ya no podrán actuar con tanta impunidad, que ha aumentado el nivel de conciencia y rechazo social. Lo que antes se ocultaba hoy sale a la luz y nos escandaliza e indigna, y esta reacción es positiva. Espectáculo nauseabundo, sí, pero necesario.
La perplejidad nace de esos juicios categóricos y absolutistas, ese modo de pensar que no deja espacios para descubrir todo lo que nuestra sociedad tiene de positivo, todo lo que este país, España, guarda de creatividad, de fraternidad, de capacidad de reacción. Necesitamos salir de la perplejidad paralizante en que nos han metido los políticos. Necesitamos, no sólo profetas indignados, sino sabios ecuánimes que guíen a los perplejos, esa mayoría a la que la corrupción y los corruptos le producen asco, pero que necesita al mismo tiempo reconocer nuestros logros, superar el tremendismo y el pesimismo con que nos juzgamos.
La indignación tiene dos caminos: o alimentarse con el rencor, sostenerse día a día con un discurso brusco, belicista y beligerante, o convertirse en estímulo para la acción, el ejercicio de la razón, la recuperación de la autoestima, la expansión de los buenos sentimientos y la confianza en las ideas vivificadoras. Sí, necesitamos un país de ciudadanos que pasen de la indignación y la perplejidad a la acción y la confianza en las propias fuerzas. Un país de menos profetas y de más sabios. Porque no hay buena política sin sabiduría, aunque esto suene hoy a mensaje marciano.




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