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jueves, 26 de enero de 2017

DIVIDIR PARA DOMINAR

(Foto: A.Galisteo)
Dar gato por liebre, oropel por oro. Confundir churras con merinas (unas dan leche, otras lana), el culo con las témporas, la velocidad con el tocino. Es llamativa la abundancia proverbial con que nuestro idioma nos alerta de un fenómeno tan reiterado como el confundir cosas que nada tienen que ver entre sí, aunque a veces se parezcan. Sigo sorprendiéndome de los artilugios de la mente, cómo se inclina siempre hacia lo fácil, lo simple, lo que le sirve a uno para identificarse con un grupo o una causa que le redima de sus miedos, su ansiedad o la necesidad de sentirse importante. Es un mecanismo de simplificación dogmática ante el que poco pueden hacer todas las prevenciones del refranero.
            Sí, me sorprende cómo hoy tanta gente se traga con tanta facilidad los nuevos dogmas y tópicos, engañifas y señuelos, toda la basura mental con que el “sistema” (o sea, las estructuras básicas de poder y dominación) va renovando sus instrumentos ideológicos y de control de las emociones, su capacidad de manipulación de la información y el flujo de las protestas, volviendo ineficaz toda resistencia y oposición. El mayor logro del capitalismo actual (podría ser otro, pero este es el que tenemos) ha sido comprender que, para sus fines, nada más eficaz que dominar las conciencias, influir en el estado mental de la mayoría. Y para lograrlo, poco importa quién lo haga ni el contenido de las ideas, principios o valores que defienda.
            Nada más eficaz que dejar con sus ideas a quienes se rebelan contra la actual situación de injusticia y dominación. Mejor aún, hacerles creer que están luchando contra el “sistema” cuando en realidad lo están afianzando. Nada mejor que los esclavos se encarguen de definir y mantener el sistema confundiéndolo con su liberación. Analicen las nuevas consignas ideológicas que defienden quienes se autoproclaman antisistema, de la “desmasculinización” y la imposición de la diversidad sexual, a la pluralidad y el culto a las diferencias, la sacralización de la identidad y el relativismo cultural. Todo esto es bueno y respetable por sí mismo, y carca quien se opone a ello. La nueva religión ideológico-política no admite crítica alguna. Bastaría observar el modo totalitario con que se difunden e imponen estas ideas para estar prevenidos.
            ¿Qué tienen en común estos nuevos movimientos que, amparados en causas justas, acaban convirtiendo a sus seguidores en fanáticos intransigentes, desde animalistas a feministas, de nacionalistas a secesionistas, de antimachistas a okupas, de propalestinos a antisemitas, de plurinacionalistas a antiespañoles? ¿Por qué, en el fondo, toda esta amalgama ideológica no le preocupa al “sistema”, sino que cada día la acoge con mayor naturalidad dentro de su seno? Digámoslo claramente: porque le sirve a un fin superior: dividir, confundir y enfrentar. Confundir y dividir para dominar y vencer, algo tan viejo y simple como la más antigua estrategia de guerra.
Por eso son tan útiles al “sistema” estas modas ideológicas.  Defiende lo que quieras, hazlo como quieras y donde quieras, de la televisión al Parlamento. Siéntete muy valiente y atrevido por levantar la bandera de estas causas. Lograrás con ello lo que el “sistema” nunca conseguiría solo: impedir que la gran mayoría (parados, obreros, profesionales, funcionarios, autónomos, pequeños y medianos empresarios, todos trabajadores) se una, tome conciencia de que comparte una misma situación y destino. Que se divida en grupos y grupúsculos, defensores cada uno de causas particulares e irrenunciables; que ignoren su condición común para defender su particularidad, su singularidad, su identidad.  
             Los que han sacralizado palabras como diversidad, pluralidad, cultura propia o identidad, y han demonizado otras como unión, lengua común, Estado único, clase social, derechos ciudadanos, bien común, etc. Todos ellos no son ni progresistas, ni modernos, ni de izquierdas, sino mantenedores de lo más abyecto del sistema, colaboracionistas necesarios para que los dominados no se enfrenten a enemigos reales, sino imaginarios, como España, los españoles, el Estado o Madrid.
Nada más revolucionario y avanzado hoy que defender lo común e igualitario, lo que va más allá de lo diferente y particular, lo que se asienta en nuestra condición humana por encima de las diferencias de género, de orientación sexual, de preferencias políticas e ideológicas, de lugar de nacimiento o del pasado histórico. Lo que nos define como ciudadanos de un Estado democrático y no miembros de un grupo o una tribu, aunque esa tribu quiera atribuirse la condición de nación para, paradójicamente, imponer una única identidad y excluir la diversidad que no le conviene, o sea, la que nos une a todos los españoles.
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