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martes, 16 de mayo de 2017

LA FALACIA DE LA SINGULARIDAD


(Foto: S. Trancón)

La falacia es un embuste, una argucia, una patraña con la que se pretende encubrir algo falso para que parezca verdadero. Susana Díaz, para contrarrestar la deriva plurinacionalista de Pedro Sánchez, ha dicho que es partidaria de reformar la Constitución para reconocer la singularidad de Cataluña (y suponemos que también la del País Vasco, Galicia y Andalucía, al menos). Frente a un roto nos propone un descosido. Pero, ¿a qué carallo llaman singularidad?

Singular es lo único, lo que en algo esencial se diferencia de otro o de otra cosa. Aplicado a las personas, quiere decir que cada individuo es único, porque hay algo esencial en él (desde el ADN a la conciencia de sí mismo), que es distinto de otro ser humano. Cada persona es una totalidad indivisible (individuo), diferente, distinta, singular. Eso no impide que comparta su condición humana con todos los demás y que, por lo mismo, tenga unos derechos humanos comunes entre los que se encuentra el derecho a que se respete su singularidad.

Hablar de singularidad para aplicarlo a una colectividad es, sin embargo, una aberración semántica. Lo singular no puede ser colectivo a la vez. Aceptarlo significaría que otorgamos a la colectividad una entidad singular, un rasgo común y esencial que la convierte en única y distinta de cualquier otra. Para lograr esto deberíamos diluir la singularidad individual en la colectiva, algo así como convertir a un individuo en una hormiga (cuya individualidad queda absorbida por la colonia y no existe fuera de ella). Así y todo, nos resulta muy difícil distinguir a un hormiguero de otro, y nadie proclamaría una república federal de hormigas sobre la base de la singularidad de cada hormiguero.

Pero (al menos hasta ahora) ni los catalanes ni los vascos constituyen un hormiguero. La sociedad catalana es tan singular como singulares son todos y cada uno de sus individuos. Todos son tan diferentes entre sí como lo son los andaluces, los madrileños, los gallegos o cualesquiera otros españoles. Son (somos) todos seres libres, individuales, diferentes y, por lo mismo, iguales, o sea, iguales en derechos y obligaciones. Igualdad ante la ley, no singularidad contra la ley.

Pero, insisten los predicadores de la singularidad, ¿no existen diferencias colectivas, rasgos distintivos, señas de identidad, aquello que nos singulariza como pueblo? ¿No existen diferencias lingüísticas, culturales, psicológicas, históricas, que constituyen una singularidad? Existen esas diferencias, evidentemente, pero por más que las juntemos, no constituyen una singularidad colectiva. Primero, porque todas esas diferencias, ni son únicas ni exclusivas. Por ejemplo, si tomamos la lengua, ¿cuántos hormigueros distintos tendríamos que establecer, y dónde pondríamos las fronteras de cada “singularidad”? Y no sólo en toda España (deberíamos tener en cuenta el bable, el leonés, el aragonés, el extremeño, el andaluz…), sino dentro de Cataluña, por ejemplo, donde nos toparíamos, al menos, con dos grandes singularidades lingüísticas entremezcladas. ¿Históricas? Cada rincón de España tiene un montón de singularidades históricas. ¿Psicológicas? La supuesta tacañería de los catalanes, ¿es un “hecho diferencial”? ¿Son los únicos tacaños del mundo? ¿Culturales? La “cultura” maragata es mucho más “singular” que la catalana, basta comparar el traje maragato con el de un payés. Por no hablar del pueblo gitano, claro.

Es una falacia creer que existen singularidades colectivas, cuando, a nada que comparemos, vemos que todos los rasgos culturales o psicológicos diferenciales son fruto de infinitos intercambios, influencias y circunstancias históricas, no emanan de ninguna esencia singular y están, además, en permanente cambio. No todas las diferencias, por otro lado, son positivas ni dignas de conservar. ¿No ha sido el machismo durante siglos, un rasgo distintivo de nuestra sociedad? ¿No ha impregnado nuestra cultura, nuestra psicología y nuestro lenguaje? Y la ablación, ¿no es también una “singularidad cultural”? ¿Y odiar al diferente, al otro, o sentirse superior a él? ¿Constituye hoy una singularidad que muchos catalanes separatistas odien a España? Puede que ese odio se remonte a Atapuerca… ¡Cataluña es tan antigua y singular!


No existen singularidades colectivas, sino diferencias, y estas diferencias son, o tan triviales y comunes, tan ficticias e imaginarias, tan variables e indefinibles, que en modo alguno pueden servir de fundamento a ningún derecho, y menos aún para justificar cualquier desigualdad social, política y económica. Que los secesionistas y sus cabestros y botafumeiros se inventen otro cuento, no el de la singularidad, para imponernos su única y verdadera diferencia: el sentimiento de superioridad racista, hoy encubierto bajo palabras tan prostituidas como pueblo o nación.   

   

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