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viernes, 30 de junio de 2017

JUSTICIA Y CARIDAD




Meto pluma en este espinoso tema de las relaciones entre caridad y justicia a raíz de las donaciones millonarias que Amancio Ortega ha querido hacer a la sanidad pública a través de las Autonomías, con el sorprendente resultado de que algunas de ellas han denunciado esta importante ayuda, incluso escandalizadas. Una Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública habla de que no hemos de   "recurrir, aceptar, ni agradecer la generosidad, altruismo o caridad de ninguna persona o entidad".  Hasta descubren en el gesto, destinado a dotar de aparatos médicos de última generación a los hospitales públicos, una ¡"penetración de la ideología neoliberal en la utilización de la tecnología médica"!

Justicia, digamos, contra caridad, vieja polémica. La pregunta más elemental, que a cualquiera, incluidos los millones de beneficiados que podrán tener mejores medios de detección y cura del cáncer gracias a esas donaciones, es la siguiente: ¿tiene algo que ver el culo con las témporas? ¿Hemos de desterrar del mundo el sentimiento altruista, la caridad, la benevolencia, la compasión o incluso la solidaridad voluntaria, así, por decreto, por considerar que todos esos sentimientos no son más que una tapadera para ocultar la injusticia, la evasión, el incumplimiento de las obligaciones contributivas? ¿Qué detrás de cualquier donación no hay más que sentimiento de superioridad, humillación del necesitado, búsqueda de beneficios fiscales, inversión en una mejora de la imagen, etc.? ¿Y que por el hecho de hacer una importante donación, ya se relajan todas las leyes y se les permite a los donantes su incumplimiento?

(Foto: Ángela T. Galisteo)

El tema pone de relieve algo mucho más importante: la confusión entre justicia y revancha, entre defender la equidad y alimentar el rencor, entre reciprocidad y envidia. O sea, creer que el rencor, el resentimiento o la envidia, son fuentes legítimas de derecho. Sólo entendiendo así el derecho se puede pensar que alguien pueda sentirse humillado porque alguien done un aparato de diagnóstico a un hospital, o contribuya con su dinero al sostenimiento de Cáritas, por ejemplo. Insisto: no veo que la equidad, la justicia y la reciprocidad puedan ser incompatibles con el altruismo. 

Si vamos un poco más allá nos encontramos con otro problema de fondo: cómo evitar una política basada en  el resentimiento de los pobres contra los ricos, pero también, cómo acabar con otra política nacida del sentimiento de superioridad y el desprecio de los ricos hacia los pobres. Porque lo que aquí detectamos en una mala explicación de los mecanismos de redistribución equitativa en que se basa la democracia. Por un lado, los pobres están convencidos de que toda riqueza es injusta y que basa  en la explotación de los trabajadores, así, sin poner por medio ningún otro elemento explicativo. Los ricos (o quizás sólo la mayoría) se creen que cuanto poseen es gracias a su mérito y esfuerzo. Pero ni lo uno ni otro es cierto.

Llevado al campo de la fiscalidad, yo defiendo que los impuestos nada tienen que ver con la generosidad o el altruismo, pero tampoco con el rencor, sino con el principio básico de que “quien más recibe más debe dar”. Es necesario insistir, desde esta perspectiva, que un empresario recibe más del Estado que un asalariado, porque para que un empresario monte y sostenga su negocio necesita que el Estado asegure, entre otras cosas: una educación general, una sanidad pública, unos servicios sociales mínimos, unas ayudas sociales que aseguren la convivencia, unas pensiones sin las que todo el sistema se derrumbaría, una legislación en todos los órdenes (propiedad, relaciones laborales, mercado, etc.) que le dé seguridad jurídica; un sistema de seguridad y defensa (orden público, delincuencia, narcotráfico, terrorismo, fronteras…), un sistema político democrático que permita funcionar al poder legislativo, ejecutivo y judicial; el control y la conservación de los recursos naturales comunes (agua, suelo, costas, bosques, naturaleza, contaminación…), la creación y el mantenimiento de infraestructuras y comunicaciones (de las carreteras, puertos y aeropuertos a la red de internet y telefonía o los satélites), la limpieza y la higiene general, la lucha contra amenazas sanitarias, la creación de una cultura común que establezca vínculos simbólicos y permita un mínimo de cohesión social, etc.

Todos estos bienes y servicios, y en la proporción que le corresponda, los recibe el empresario de un modo, en principio, gratuito, y de ahí que le podamos exigir que contribuya del modo más proporcional y equitativo a su mantenimiento. Cómo calcular este “retorno social” ya es discutible, y aquí entran los equilibrios presupuestarios y económicos que hay que tener en cuenta para asegurar la sostenibilidad general del sistema.


jueves, 22 de junio de 2017

INDIVIDUO CONTRA GRUPO, Y VICEVERSA

(FOTO: S.TRANCÓN)

En cuanto uno se pone a pensar sobre lo que sea, se topa enseguida con esa contradicción básica: individuo contra grupo, grupo contra individuo. Como es ineludible, uno concluye que el problema no es la incompatibilidad de esos dos polos, sino su necesaria armonización y equilibrio. Un individuo sin el grupo, perece; un grupo sin individuos, acaba desapareciendo igualmente. El individuo puede matar al grupo, del mismo modo que el grupo al individuo. Así que nada más importante que desarrollar la propia individualidad al mismo tiempo que uno aprender a integrarse en la sociedad y en alguno de los muchos grupos que la componen (desde la familia y el trabajo, a los amigos o el partido político con el que se identifica).

La sociedad moderna ha ampliado el espacio de la individualidad, permitiendo al sujeto tomar una mayor conciencia de sus posibilidades personales, invitándole a desarrollarlas por encima de presiones sociales o de grupo. Históricamente, esta ampliación de los ámbitos de libertad individual ha producido, sin embargo, un efecto de retracción, de miedo y repliegue en la protección del grupo, como estamos viendo en el resurgir de los nacionalismos. La contradicción básica se agudiza y entonces descubrimos que quizás el motor de la historia no sea, como dijo Marx, la lucha de clases, sino el conflicto entre individuo y grupo. Intentaré explicarme.

Todos necesitamos la protección del grupo, pero cuanto más homogéneo sea, cuanto menos permita la discrepancia y la diversidad individual, mayor dificultad tendrá para mantenerse unido. Llegado a un punto crítico, la fuerza disgregadora provocará una reacción defensiva, y es entonces cuando surge la figura del caudillo o de una camarilla que impone la unidad por la fuerza, casi siempre con el apoyo de una mayoría asustada. El grupo, paradójicamente, se somete a la voluntad de un individuo o individuos para asegurar su permanencia.

Todo esto choca con el funcionamiento de la sociedad democrática que se basa en la defensa del individuo como un sujeto libre y responsable, capaz de integrarse en la sociedad sin renunciar por ello a su plena individualidad. Desarrollo individual y responsabilidad social son, en una sociedad democrática moderna, inseparables. Esto significa que la sociedad debe ofrecer al individuo, en condiciones de igualdad, las mayores posibilidades para el desarrollo de su personalidad, al mismo tiempo que el individuo debe devolver a la sociedad aquello que necesita para el mantenimiento de su seguridad y la igualdad efectiva de derechos de todos los ciudadanos.

Llevado al terreno de la economía esto significa que el individuo tiene que poder desarrollar su iniciativa individual en condiciones de igualdad de oportunidades. Dado que la obtención del beneficio es uno de los estímulos más potentes que mueve al individuo a desarrollar sus capacidades e iniciativas, la sociedad debe no sólo aceptarlo, sino estimularlo. Este principio, coherente con la defensa del pleno desarrollo individual, choca, sin embargo, con la realidad política y económica de nuestra sociedad que, en contra de su fundamento, permite que se recompense más, no el esfuerzo, el trabajo, la iniciativa y la creatividad, sino la corrupción, el robo, la evasión fiscal, el fraude, el pelotazo financiero, las tramas de amiguismo, el corporativismo, el clientelismo partidista, el tráfico de influencias y favores, etc., o sea, todo cuanto un pequeño grupo o una minoría organizada puede llevar a cabo para mantener su poder y sus privilegios, utilizando para ello todos los resortes del Estado. Esta perversión y degeneración de la democracia tiene muy poco que ver con la defensa del estímulo competitivo,  la libertad de empresa, de mercado o de iniciativa emprendedora.

En definitiva, y retomando el tema de mi anterior artículo, nada más importante para un individuo que quiera desarrollar sus capacidades emprendedoras en igualdad de condiciones y oportunidades, que diferenciarse de esa minoría corrupta y parásita acostumbrada a utilizar las leyes, el dinero público y el poder del Estado para su propio beneficio. Los verdaderos empresarios emprendedores, deberían ser los primeros en denunciar a esa minoría arrogante, poderosa y depredadora que teme por igual a la iniciativa y creatividad individual, que a la exigencia de responsabilidad social, que no es otra cosa que una forma de compensación equitativa por todo lo que reciben de la mayoría, o sea, del grupo.


jueves, 15 de junio de 2017

EMPRESARIOS TRABAJADORES

(A. Galisteo)

El paradigma marxista de la lucha de clases sustituyó al enfrentamiento entre pobres y ricos, un fenómeno tan antiguo como la aparición del sedentarismo y la agricultura. Hoy vuelve esa vieja distinción entre ricos y pobres, aunque adquiere nuevos nombres: casta/gente, élites/pueblo, los de arriba/los de abajo. Por su evidencia y utilidad, resulta muy difícil ignorarla, adopte el nombre que adopte. Cosa muy distinta es definir la línea de separación, establecer un criterio objetivo que no nos lleve a groseras simplificaciones.

La izquierda, que organiza todo su discurso a partir de esa distinción, se encuentra en la práctica con muchas dificultades para ser coherente y transmitir un mensaje claro. A mi modo de ver, esta es una de las causas del desmoronamiento y desprestigio de la socialdemocracia y el progresismo (no van a salvarse por más que se les insufle el, también agotado, término “liberal” -socioliberal, progresismo liberal...-). Lo que la izquierda necesita es un nuevo paradigma, un marco o esquema mental distinto que asuma e integre la tradicional división entre pobres y ricos, sin negarla, pero transformándola en una idea más objetiva y positiva.

Para ello, lo primero que debemos superar es la equívoca distinción entre trabajadores y empresarios. Cuando el trabajo era fundamentalmente físico y manual, el trabajador se distinguía claramente del empresario porque empleaba su fuerza física como base de su trabajo. Esto desapareció en la medida en que la producción fue relegando la fuerza física a un papel secundario frente a otros tipos de fuerza o capacidad de trabajo (habilidades, conocimientos, preparación, experiencia, creatividad, gestión, etc.). Desde entonces han ido surgiendo otros términos que tratan de definir mejor el tipo de trabajo que se realiza: empleado, asalariado, profesional, funcionario, técnico, administrativo, gestor, directivo…

A medida en que la sociedad industrial evoluciona, la clase obrera deja de ser homogénea y debe acoger en su seno a trabajadores cuya situación económica y social se parece muy poco a la del obrero industrial tradicional. De hecho, el concepto de clase obrera tuvo que enfrentarse desde sus inicios al problema del campesinado, entonces muy numeroso, un sector de la población que no encajaba, o encajaba muy mal, en la definición marxista de obrero o trabajador. Se inventó entonces eso de la pequeña burguesía, un apaño bastante burdo. Sin embargo, desde hace más de dos siglos seguimos atrapados y condicionados por esta terminología, cada día más inservible para definir y describir lo fundamental: cuáles son las contradicciones, conflictos y problemas básicos o estructurales que determinan el orden social, el funcionamiento de la economía y la cohesión social.

La primera conclusión es que no existe hoy un único elemento que condicione todo lo demás, tal y como definió Marx a la “infraestructura económica”. La economía sigue siendo el elemento que más determina el funcionamiento de una sociedad, pero separar hoy la actividad económica de todo lo demás es imposible. La economía no es una actividad autónoma o aislada, depende a su vez de un entramado de factores, actividades y relaciones sin las cuales no podría existir.

La descripción o determinación del nivel económico sirve para distinguir o clasificar a los individuos en grupos sociales, pero dado que se trata de un continuo sin cortes bruscos, determina los extremos, pero no marca fronteras claras dentro de ese conglomerado en el que hoy se ha convertido la antigua clase obrera. Asentar un programa político exclusivamente en el nivel de renta económica conduce inevitablemente al fracaso. Es imprescindible tener en cuenta un conjunto de factores interrelacionados que determinan el malestar o el bienestar de una sociedad en su conjunto, de un grupo concreto o, como hoy es más adecuado, de una mayoría social (esa que nos permite hablar del bien común).


Es desde esta perspectiva desde la que resulta importante que la izquierda integre en su discurso el trabajo de los empresarios, considerando que realizan una labor imprescindible para el mantenimiento de una sociedad. Puede que los empresarios no acepten ser considerados trabajadores, pero creo que harían bien en cambiar de opinión. Eso les exigiría, claro, establecer dentro de ese, también conglomerado, al que llamamos empresariado, una clara distinción entre quienes trabajan y viven de su trabajo empresarial, y aquellos otros, también considerados empresarios, que sólo viven de sus privilegios. Poner énfasis en la condición de empresario trabajador, superando prejuicios aristocratizantes, legitimaría el derecho al beneficio, eso que la izquierda sigue sin atreverse a defender, como si fuera algo en sí mismo rechazable o injusto.
    

martes, 6 de junio de 2017

DEMOCRACIA DE SALDO


El mayor error de la Transición fue suponer que con cambiar las estructuras políticas generales (partidos, elecciones, Parlamento…) y redactar una Constitución, ya teníamos un sistema democrático. Nadie se preocupó por construir un sólido entramado de instituciones democráticas, imprescindible para el buen funcionamiento de un Estado democrático. Tampoco se pensó en la necesidad de llevar a cabo una labor general de educación política y democrática. El resultado ha sido que, desde el inicio, nuestra democracia ha funcionado mal y, con el paso del tiempo, sus carencias y anomalías han ido en aumento.

Nadie quiso reflexionar sobre un principio básico: que no hay democracia sin demócratas. Y que nadie nace demócrata. A la muerte de Franco podría haber muchos antifranquistas, pero había muy pocos demócratas. Con el tiempo se vio que el problema no era la pervivencia de franquistas antidemócratas, ni siquiera el llamado “franquismo sociológico” (destinado a desaparecer), sino la escasez de demócratas convencidos. Hoy el problema incluso se ha agudizado. La degradación, deterioro y debilitamiento de la democracia se extiende a todos los ámbitos.

Uno de los síntomas más llamativos de esta situación es el uso espurio del principio de la mayoría. Es un error semántico llamar mayoría absoluta a la mayoría relativa del 50%+1. Establecer este principio cuantitativo como norma básica de decisión es una perversión de la democracia, porque legaliza que una mitad pueda imponerse sobre la otra, creando una tensión y enfrentamiento que es lo que precisamente trata de impedir el principio democrático de la mayoría. Para todos los asuntos relevantes debería exigirse una amplia mayoría, que casi siempre puede establecerse en torno a los 2/3. Imaginemos que esta mayoría se exigiera para la elección de alcaldes, presidentes de Diputaciones, de Comunidades o del Gobierno Nacional, o para la aprobación de sus respectivos presupuestos. No digamos ya para establecer o modificar leyes básicas.

Se me objetará que esto paralizaría las instituciones. Pienso todo lo contrario: esto obligaría a debatir, a aclarar bien lo que se decide y a que toda decisión importante contara con un verdadero apoyo social. El resultado sería que se legislaría mucho menos, eso sí, pero mucho mejor. Una ventaja extraordinaria, porque en gran medida hoy el Parlamento (y no digamos los Parlamentos Autonómicos) se ha convertido en un monstruo, una estructura aberrante que necesita alimentarse con leyes, decretos, recomendaciones, proposiciones, reprobaciones, exhibiciones y algaradas mediáticas para justificar su propia existencia, dándose una importancia que nada tiene que ver con una acción política eficaz.  

Cuando los problemas y conflictos importantes de una sociedad se resuelven con el 50%+1 (ese uno puede ser un solo voto), algo va mal, algo debe cambiarse o ha de buscarse otra solución que alcance una verdadera mayoría. El azar de un voto de más o de menos no puede legitimar una decisión democrática. La arbitrariedad antidemocrática de los referendos del 50%, , por ejemplo, se revela en el hecho de que si el resultado no es favorable a quienes lo plantean, se proclama el derecho a repetir cuantas veces sea necesario hasta lograr ese +1, ¡pero no en caso contrario!

Una democracia del 50% es una democracia rebajada, una democracia de saldo, hecha de apaños, componendas, trapacerías y trapicheos, eso que hemos visto con la aprobación última de los presupuestos. Una democracia degradada que, lejos de promover la expresión de la voluntad de la mayoría, favorece la división, la hipertrofia del aparato de los partidos, su poder incontrolado sobre las instituciones y organismos del Estado.

Imaginemos que, frente a la actual algarabía y los aspavientos con que los diputados justifican su sueldo, sus señorías se dedicaran un año entero a debatir y aprobar una auténtica reforma, por ejemplo, del sistema fiscal, de la Agencia tributaria, revisando todos los impuestos, unificándolos, simplificándolos, explicándolos bien a los ciudadanos, logrando una colaboración activa de todos para perseguir el fraude, la economía sumergida y la evasión fiscal; convenciendo a la sociedad de que el sistema establecido es el más justo, el más equitativo, el más eficaz, el más favorable para los intereses de la mayoría. En lugar de perder el tiempo en cien mil asuntos, que todos los esfuerzos, discusiones y acuerdos se orientaran a establecer un nuevo, justo y eficaz sistema impositivo. Y a aprobarlo por una auténtica mayor¿Imposible? Pues que se vayan todos a casa.y cerros, que todos los esfuerzos, discusiones y acuerdos se orientaran a establecer ía. ¿Imposible? ¡Pues que se vayan todos a su puñetera casa!